El
tren no se detuvo.
A
través de la ventana, la niebla se disipó. La maleta cayó al suelo con un gran
estrépito que rompió el eterno silencio, el detonante de la soledad.
Era
demasiado tarde.
El
frío es lo primero que sentí. Luego, la tela del abrigo rozando el cristal para
desempañarlo, los tonos carmesí y ocre distribuidos en las hojas. Una carretera
consumida, un viaje de otoño en tren que me había resultado casi imposible
conseguir.
Entonces
cerré los ojos.
Y
lloré por primera vez en años.
De culpa, de alegría. Porque había logrado lo
que siempre había querido sin razón alguna. Había sido valiente y tan cobarde a
la vez, y porque viendo mi reflejo en ese cristal, ya no me reconocía.
Esta
vez había llegado demasiado lejos.
Egoísta y sola.
Todo
lo que me quedaba era esa maleta y mis esperanzas parecían estar guardadas
también allí dentro.
Todo
parecía ser como siempre lo había soñado.
Excepto
porque ésta vez, ya no era un sueño.
Era
una pesadilla.
Era
realidad.
Había
huido de mi casa, y nunca regresaría.